Desde que puedo salir a la calle siento un gran alivio. ¡Más durante cuanto tiempo no he abandonado mi habitación! Fueron amargos meses y años.
No sé explicar el hecho de que ésta sea mi habitación de la infancia, el último cuarto desde el porche, visitada ya en aquellos tiempos con poca frecuencia y siempre olvidada, como si no perteneciera a la casa. No recuerdo como llegué hasta ella. Me parece que fue una noche clara, una noche sin luna, una noche blanca y diluida. En el resplandor gris distinguía cada detalle. La cama estaba deshecha como si alguien acabara de dejarla; escuchaba en el silencio la respiración de los durmientes. ¿Quién podía respirar? Desde entonces vivo en este lugar. Estoy aquí desde hace años y me aburro. ¡Si hubiera pensado a tiempo en hacer provisiones! Vosotros que aún podéis, que tenéis tiempo para ello: abasteceos, ahorrad la semilla buena y nutritiva, el dulce trigo, porque llegará el gran invierno, vendrán años flacos y famélicos y la tierra de Egipto no dará sus frutos.
Desgraciadamente no fui un roedor previsor; vivía al día como un ratón despreocupado, sin pensar en el futuro, confiando en mi instinto de hambriento. Como él, me decía: ¿qué puede hacerme el hambre? En el peor de los casos roería la madera o desmenuzaría el papel en diminutas hojitas. El animal más pobre, el ratón gris de la iglesia –al final del libro de la creación- vive de la nada. Aquí estoy viviendo de la nada en esta habitación muerta. Pego las orejas a la madera: quizá oiga el ronroneo de un gusano. Un silencio de tumba. Solo yo, ratón inmortal, susurro en la habitación sin vida y recorro infinitamente la mesa, el estante, las sillas.
Me deslizo, parecido a la tía Tecla, en su largo vestido gris, ágil, rápido y pequeño, arrastrando por detrás mi rabo, frotando el suelo.
Ahora, en pleno día, estoy sentado sobre la mesa, inmóvil, casi disecado; mis ojos, como dos botones salen fueran de sus órbitas y brillan. Sólo el hocico se mueve, apenas perceptible, cuando mastico por costumbre diminutos pedazos.
Todo ello, por supuesto, hay que interpretarlo metafóricamente. Soy un jubilado y no un ratón. Una de las características de mi existencia es que se nutre de metáforas y se deja arrastrar por la primera que surge. Al introducirme demasiado en ellas, me cuesta volver a controlar mi espíritu.
¿Qué aspecto tengo? A veces me contemplo en el espejo. ¡Espectáculo extraño, ridículo y doloroso! Nunca me veo de frente, cara a cara. Un poco más al fondo, más lejos, me detengo allí, en el reflejo, de lado, de perfil; permanezco así, sumido en mis pensamientos, y miro de reojo detrás mío. Nuestras miradas dejaron de encontrarse. Cuando me muevo el se mueve también dándome la espalda como si ignorase mi presencia, como si hubiese franqueado muchos espejos y no pudiera ya volver. La pena aprieta mi corazón cuando lo veo, tan ajeno e indiferente. ¡Eres tú, quisiera gritar, tú fuiste mi reflejo fiel, me acompañaste durante años y ahora no me reconoces! ¡Por Dios!
Extraño, con la mirada desvaída, permaneces y pareces escuchar algo, esperar una palabra más de allí, del abismo vítreo, obedeces a otros, esperas sus órdenes.
Sentado en la mesa hojeo los viejos, amarillentos apuntes universitarios, mi única lectura.
Observo el visillo mortecino, quemado por el sol, y veo como se infla con el frío soplo que viene de la ventana. En esa cornisa podría hacer gimnasia. ¡Que fácil resulta dar volteretas en este aire tan aséptico y tantas veces consumido! Casi negligentemente se efectúa un elástico salto mortal; fríamente, sin pensarlo interiormente, como algo puramente especulativo. Y cuando estás así, haciendo equilibrio con los dedos de los pies, tocando el techo con la cabeza, uno tiene la impresión de que, en esta altura, hace un poco más de calor, que el aura es más suave.
Desde mi niñez, me gusta mirar la habitación con la perspectiva de un pájaro.
Estoy sentado y agudizo el oído en el silencio. El cuarto está simplemente blanqueado de cal. De vez en cuando, estalla en el techo blanco una pata de gallo, una fisura, a veces un pétalo de revoque se desliza con un ligero chirriar.
¿He de confesar que mi habitación está amenazada? ¿Cómo? ¿Amurada? ¿Cómo podría abandonarla? Eso es; no hay obstáculos para una voluntad firme, nada puede oponerse a esa gran ansia. Únicamente tengo que imaginarme la puerta, una buena y vieja puerta como la de la cocina de mi niñez, con un picaporte de hierro y un pistillo. No hay habitación amurada que no pueda ser abierta con tal puerta; sólo hace falta la fuerza de la imaginación para insinuarlo.
“Soledad” - SANATORIO BAJO LA CLEPSIDRA de Bruno Schulz.
2 comentarios:
el bendito esclavo del nazismo. tremendo.
Lo prometido, cumplido: más Schulz. Tremendo Bruno, sí. Leí que publicaste algo de Cosmos y de ¡Boris Vian!, hacía mucho que no escuchaba de él, me trajo recuerdos...
Leo seguido tu blog, algunas selecciones son bárbaras
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