Y así fue. Unas violentas ganas de acostarme con alguien, con cualquiera, me hicieron salir de la cama, arrancar para la cocina tomar una, dos y hasta tres pavas de rechupado mate. Fumé como quien le trina al ruido de sol que no oirá nunca. Y escribí, estaría por escribir estas líneas, parándome en el escribir para volver, volver a trinarle a la ventana suciadorada. ¿Pero por qué parar? Por los dolores acaso de los hueváceos y la garganta. Por los bordes acaso que se resbalan de los dedos en el momento de aferrar. Por los trinos de un sol que jamás se hará oír. Por los trinos de las ganas de trincarme a un otro de cualquier manera.
Aquí en la tierra baja, allá en el alto
cielo abierto, mi cuerpo vale poco,
es tasajo, es fibroso y se empolva
-cartón pintado-
y por último se diseca.
No son mi culpa las apariciones
que a mi estrella buena perturban.
Pero recuérdenlo, la droga está en mis besos
(¡vaya, he “nombrado al objeto”!)
y recuérdelo
quien me pida un beso.
Yo se lo daré, sea hombre o mujer-
pero recuérdelo
recuérdenlo
un alma irá en la carne tierna de ese beso.
Carne tierna de bebé, y recuérdenlo:
Los bebés nacen de los besos.
Y nada más.
Sólo era eso.
Mi osamenta y la suya encontraron de pronto una especie de compás, música porque sí, música vana. Y entonces, entonces. Era una canción sentimental, deportiva. Empecé a abrazarme a él, entonces. Como si fuera lo único que podía yo obtener ya en la vida. Era una canción sentimental, deportiva.
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