Cuando hemos encontrado a alguien con quien convivir, a menudo ocurre muy deprisa, siempre cuando creemos que no encontraremos ya a nadie, así pues, cuando volvemos a encontrar a alguien, actuamos como si lo poseyéramos, como si nos perteneciera, lo rodeamos de muros, de altos muros, de muros infinitamente altos, lo encarcelamos, cementamos su espíritu, sus sentimientos, querríamos matarlo: años más tarde ese alguien nos resulta indiferente: lo hemos olvidado.
Me despierto desconsolado, me duermo desconsolado, siempre es lo mismo. Sigo mi camino, mi camino interminable, me he marchado para seguir mi camino interminable, mi camino interminable me convencerá de su interminabilidad. Me esfuerzo por llegar lejos, tengo siempre la distancia y las alturas más altas delante, pero lo cercano me extinguirá, el abismo me extinguirá, víctima de las distancias sin límites, víctima de las proximidades sin límites. Esos locos pensamientos sobre las vidas en común, esos locos pensamientos sobre las infinitudes, y sin embargo es un crimen empezar algo siquiera, todo es mentira, toda coma es mentira, todo es sólo una horrible charlatanería, una insignificancia, una humillación para mí. Me he precipitado en un estado de ánimo insoportable, me he extraviado con todas mis facultades, he caído, extraviándome, en un estado lastimoso, en el más bajo de todos los estados. Aunque lo sé todo, no puedo hacer otra cosa que cometer uno de los cientos y cientos de miles de errores una y otra vez y una y otra vez, y siempre con el mismo desconcierto: la necesidad de correr a las tumbas y helarme en las tumbas como un perro.
No se puede existir todo el tiempo en medio de esta tristeza, digo, no se puede.
Thomas Bernhard
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